Esta mañana, el Consejo de Ministras ha aprobado por decreto modificar la Ley de Arrendamientos Urbanos. Una reforma cuya necesidad venimos señalando desde los sindicatos de inquilinas e inquilinos desde hace más de un año, y que por lo tanto es ante todo producto de la movilización de la ciudadanía: nada de lo que sucede con la vivienda es un fenómeno meteorológico, sino que depende de la voluntad política. No obstante, lo que el Ejecutivo recoge en el Decreto como “medidas urgentes para mejorar el acceso a la vivienda y favorecer el alquiler asequible” son cambios insuficientes, que nos hacen sospechar que nuestros gobernantes están sucumbiendo a las presiones de los lobbies inmobiliarios. Hoy hace precisamente un mes desde que Blackstone y otros fondos buitre empezaron a lanzar sus inaceptables amenazas.

Como medida estrella, destinada a conformar titulares de prensa, aparece el alargamiento de los contratos de alquiler de tres a cinco años -siete en el caso de arrendadores que sean personas jurídicas-, y de las prórrogas tácitas de los mismos de uno a tres años. En realidad, este alargamiento no va más allá de revertir el último cambio legislativo, introducido en la modificación de 2013 de la LAU, para devolvernos a la situación anterior.
En ningún caso se resuelve, pues, la problemática de las no renovaciones injustificadas y unilaterales, factor principal de inestabilidad y precariedad para las inquilinas, que explica la actual oleada de “desahucios invisibles”, es decir, expulsiones sin que se haya incurrido en un impago.

Asimismo, el decreto también se queda corto a la hora de regular la actividad de los intermediarios y acabar con los obstáculos de acceso a la vivienda de alquiler, así como con los incentivos para que siga produciéndose una alta rotación de inquilinos en los inmuebles: sólo en el caso de los arrendadores que sean personas jurídicas serán ellos quienes tengan que asumir los honorarios de intermediación. En el mismo sentido, la limitación de las garantías adicionales -las que se suman a la fianza- al valor de dos mensualidades implica legalizar una barrera de acceso para toda inquilina que no disponga de ahorros equivalentes a más de cuatro cuotas más el coste de la intermediación (uno o dos meses de fianza, otros dos de garantías, el mes corriente, más honorarios). En la coyuntura actual de precios inflados y salarios precarios, son muchas las familias que no disponen ningún tipo de colchón económico y, por tanto, seguirán viéndose abocadas a formas inadecuadas de vivienda, como el subalquiler de habitaciones.

Respecto a los desahucios por impago de familias vulnerables, la vaguedad del decreto no introduce ningún avance respecto a la situación actual: como la Ley de Enjuiciamiento Civil ya vigente, se limita a prever “una mejor coordinación entre los órganos judiciales y los servicios sociales”, sin aportar más detalles ni, lo que es más grave, garantizar la asignación de más recursos económicos a estas tareas, tal y como se viene reclamando desde las ciudades y barrios.

Las medidas fiscales, también muy tímidas y previsiblemente poco efectivas, se basan únicamente en pequeños incentivos en forma de exenciones en algunos impuestos, algo que en todo caso incrementará algo las ganancias de la parte propietaria, pero que no tiene por qué repercutir en una moderación de los precios. Una moderación de los precios que sólo se conseguirá si, tal y como venimos exigiendo, se establecen parámetros que garanticen precios asequibles y limiten el lucro de los propietarios mediante la imposición de sanciones realmente disuasorias ante las subidas inasumibles por el inquilino, o los precios estratosféricos en los nuevos contratos.

De hecho, la regulación de las rentas, con la que el Gobierno tenía un tenue compromiso desde la firma del Acuerdo Presupuestario con Podemos, es sin duda la gran ausente del decreto hoy aprobado. Resulta injustificable, tanto bajo criterios técnicos como políticos, que esta cuestión quede pospuesta hasta el próximo año, en un contexto de emergencia habitacional achacable a una burbuja del alquiler causada políticamente; una burbuja que, impasible ante su dramatismo, este Gobierno no parece dispuesto a revertir.